Un relato corto... poema en prosa... o algo. Qué importa lo que sea... ¿o importa lo que sea? Tal vez te esté engañando para que no creas que importa pero importa. Todo para que ignores el elefante rosa que está en tu cuarto, a punto de matarte. (risa malévola)

La estulticia


Una mirada al cielo o una mirada desde el cielo, blanquecino, brillante, que lo abarca todo y que te oprime. El peso inexistente de su atmósfera, el jalón gravitacional que impide el vuelo y te limita a la tierra.  Observar al cielo era en cierto sentido aceptar a la nada y caer, como una gota de lluvia, a la tierra. Atravesarlo todo y chocar…

El silencio es reconfortante, pero escucho su voz…

Y mis ojos, cerrados, empiezan a captar el olor a lluvia, no la lluvia que nos azota… una fragancia que no terminaba de inundar al olfato. El sol, ególatra estrella, osada, no se escondía tras las nubes de la lluvia, acariciaba nuestras espaldas candorosamente…  y al suelo y a nuestros brazos, a nosotros que buscábamos el escape de la frialdad que nos invadía hasta el tuétano. La canora voz soltaba su melodía, invadía mis oídos pero nadie más parecía oírle.
Espectral, hermosa voz, que tomaba formas y engañábame pretendiendo ser no etérea y yo, esquivando, evitando lo tangible, la buscaba… ella que estaba tan solo por encima de nuestras espaldas desnudas, sudorosas, brillantes, rojas.

Animado por la voz, un escorpión volador planeaba distraídamente, esquivando, evitando, las torres de carne que lo arrinconaban a limitados espacios aéreos. Único, solo, el escorpión era ignorado, volador como era, desafiando al mundo ignorado, que lloraba, que azotaba con sol calcinante. Bailaba el escorpión al son de la melodía a la que yo perseguía y superponíase sobre el escorpión volador. Temible, aguijón que recordaba al dolor.

Quiero caer, pero no caigo, la fortitud de sus rodillas inspira a las mías,  y mis ojos solo ven, tras el cansancio, la desorientación, el hastío, sus espaldas, variadas, flageladas, sangrantes, límpidas… ¿quiénes son, seres sin cara?  Cuyos rostros no me atrevo a descubrir, yerro, yerro…

Desde el silencio que a veces se muestra, a los miles de escorpiones voladores, esquivos, que nos rodean, a los que intento alcanzar, asir, (¿qué no es etéreo? ¿lo es el dolor?) pero que se escapan de mis manos, como yo escapo del toque de mis iguales. Vuelan, estáticas, sustituyendo al silencio melodioso, a la voz canora que bailaba junto conmigo, que acompañaba también al silenció de ritmo perfecto y veleidosamente callado.
Melodía encontrada por el aguijón.

Melodía que lo sobrepasa y tranquiliza el vuelo. Yacen los escorpiones en el fango, transformándose en el barro que pisamos, atacando con sus aguijones, que nos hacen caer. Yo no caigo. Nos hacen car de rodillas. Me levanto  en donde todos se arrodillan, mas fallo y solo caigo, encima de sus espaldas , algunas sudorosas, algunas sangrantes, algunas imposiblemente secas…  y veo sus caras, con miradas perdidas desde hace largo tiempo que presuponen tiempos mejores y peores, civilizaciones implacables. Eterna rigidez consume sus expresiones, rigidez que asaltó siempre mi cara  y que ahora siento, incapaz de imitar la vivacidad de mis ojos. Estoy mudo, ¿desde hace cuanto la mudez me domina?

Gateo, sobreponiéndome al dolor, contradiciendo la rigidez. La lluvia quema las espaldas, donde el sol mismo las acaricia. El frio rige mis movimientos. Mis dedos ennegrecidos por el fango, mis manos hundidas por lo mismo, y ahora choco y tropiezo. Los escorpiones atacan,  los rígidos cuerpos impasibles, inamovibles se tropiezan con el mío… y, acusadoras son, sus miradas, largamente perdidas, largamente acusadoras.

Padezco y caigo, como la gente, que ya ni de rodillas se mantiene, y yo me arrastro, bajo la cadencia que impone la lluvia, que incrementa el tempo de sus gotas… no hay melodía que resista o si resiste se enmudece ante el fuerte retumbar. 

¿Quién quebró la estulticia que nos sostenía?

¿Quién dijo la palabra primera?
Ya estamos de vuelta para cerrar el capítulo 4. Perdonen que tardara tanto en subirlo, me distraje un poco. Pero aquí está, y con esto, luego de algunos zorros, máscaras y demás, concluye este episodio del pasado de Julián Mallqui. A ver qué tal quedó...


.+.+.+.+.+.+. CAÍN: La máscara de auqi - Cap. 4.2.+.+.+.+.+.+.

La señal la recibió de un zorro negro. Se le apareció una tarde sobre una piedra, un espíritu que se deja ver, ¿wamani? «Algo malo va a pasar, buen Diógenes», lo leía en los ojos del zorro, algo sobre Julián. Empezó a tomar San Pedro para vigilar su sueño: una sombra crecía desde su vientre alrededor de él, amenazaba con cubrirlo por completo, con llevárselo, pero no existía síntoma de enfermedad. Julián era un muchacho saludable a simple vista. Los métodos de curación comunes tampoco cambiaban nada. ¿Qué era esa sombra? Nunca había visto algo similar. Una posesión, quizá, un gentil fuerte que lo consumía desde adentro.

A los dieciséis años, Julián probó por primera vez el San Pedro. En ese momento, la sombra cubría su torso hasta la clavícula. Diógenes no le quitaba la atención de encima, era una preocupación continua. Había accedido por fin a iniciarlo como chamán y tras un año entero de rigurosa dieta y el mal creciéndole alrededor del cuerpo, era el momento de comenzar con la parte difícil, enfrentarlo a sus propias sombras y, si acaso podía verlas, terminar con ellas.

La amargura le recorrió la laringe. Siendo las seis de la tarde, Julián acababa de tomar su primer vaso y se recostaba en su catre. «Hay que ser pacientes», le decía Diógenes; los efectos tardarían en aparecer por lo menos una hora. «¿Qué crees que vea?», preguntaba. «No lo sé, nadie sabe. Lo que hay dentro de tu corazón y lo que tus ojos estén preparados para ver cuando llegue el momento».
Lo primero que vio fue un triángulo de luz azul que se plegó en dos, cuatro, ocho… empezaron a llenar la habitación y a ser intermitentes, cambiando de color y luego de forma, de tres a seis, a doce, a veinticuatro, a un círculo que palpita y genera otros más, que genera flores y música, un sabor dulce en el paladar, un verde ligeramente salado, un intenso estremecimiento en la médula. Julián reía y Diógenes supo que era momento del segundo vaso. «Tienes que ver más allá», le decía. Él también había empezado a tomar el San Pedro; la sombra seguía allí.

Entonces vio la máscara de auqui sobre la pared, le sonreía como cuando era un niño, parecía complacerle verlo así. Julián reía y la máscara empezaba a reír también, a carcajadas, las figuras luminosas se erizaron, se hicieron muy finas y lo llenaron todo. Ahora le llegaban a los pies y a los brazos y a la nuca, como espinas. La música se hizo cada vez más lenta, grave y difusa. «¿Qué es eso?», gritó. «No hagas caso, Julián, concéntrate», le respondía su padrino. «¿Quieres saber?», no era la voz de Diógenes, sino la suya propia, «¿Pin kanki? Sutiyqa Julian Mallqui. ¿Qampari imataj?», «Sutiyqa… Julian…». Había alguien en la habitación con su rostro. Se le entumeció el cuerpo por completo, no podía hablar, miraba fijo a esa copia de sí mismo, ¿o era él la copia? Sus ojos eran exactamente iguales y tenía en la mejilla una pequeña cicatriz de cuando se tropezó hace cinco años. También eran cinco las horas que llevaba desde que tomó el primer vaso de San Pedro, ahora pensaba los números con mayor claridad. También veía con claridad cómo el otro Julián adquiría una expresión de lástima. Pobrecillo, tirado sobre un catre, sin poder moverse, él también empezó a sentir lástima, a desear que todo eso terminara para Julián. ¿Julián? ¿No era él Julián Mallqui? Se observaba desde el otro lado de la habitación, donde inicialmente había visto a su otro yo, pero no estaba allí, sino en una esquina, en un rincón del techo, sin rostro, sin manos, sin sonrisa. ¿Y quién era Julián, al fin y al cabo, sino una sombra? Una sombra que cubre un cuerpo.

Diógenes vio cómo el cuerpo de Julián temblaba y se extendía la sombra hacia su rostro. Quizá no era buena idea convertirlo en chamán, ¿moriría súbitamente si llegaba a fallar? Comenzó a orar.
«El chamán se cura y de ahí que puede curar», pensaba para calmarse. Él se había convertido en uno para salvar a su esposa, pero la muerte era inminente; «una vez que pisa una tierra, ya no hay nada que hacer», su maestro se lo había enseñado y temía que Julián corriera la misma suerte.

Mientras tanto, el tiempo estaba disuelto para Julián. Podía ver tan solo en esta habitación todas las personas que había sido y sería Diógenes, así como las que pudo ser alguna vez, su presente sin él, sin «Julián». Y también veía en sí mismo todos estos seres —uno con máscara de auqui— y escuchaba muchos nombres ser pronunciados como si se tratara de uno solo. «Veo una marca en mi frente», murmuró. «Veo», «yo», ¿«Julián», acaso? «…en mi frente», «la única que tengo, las muchas que veo», la frente de cuero de la máscara en la pared, la luz dorada en los ojos del espíritu, la sombra de un hombre milenario con la misma marca en la frente y también él mismo o uno de sus descendientes.

Sutiyqa Julian Mallqui

Despertó antes del amanecer, olía a vómito. Sentía acidez en la boca y dolor en el vientre. Se llevó las manos a la frente, y corrió al pequeño espejo que tenía Diógenes sobre la cómoda, pero no vio nada extraño. Su padrino dormía, exhausto.

Ese día, más tarde, Diógenes le contó sobre la sombra y el zorro negro. «Solo nos falta una cosa», dijo con seriedad. Sacó un cuchillo y le hizo un pequeño corte en el dedo índice. Mezcló su sangre con carbón y vinagre. «Esto es un sello mágico», recitaba trazando una extraña figura sobre un pañuelo, «un pacto con los ancestros. Así protegerás y te protegerán de los males».

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