¿Conocen al sujeto de la máscara de V de Vendetta?  ¿Esa máscara tan popular usada por Anonymous como símbolo? ¿Ese actual símbolo de rebelión, de una severidad que implica revolución? Guy Fawkes. Guido Fawkes. John Johnson, conocido con esos varios suedónimos, fue un militar inglés que sirvió a los católicos. En la guerra de los Ochenta Años, parte del Complot de la Pólvora, donde, precisamente, colocó los explosivos para hacer volar al Rey James y a varios más en el parlamento, si no me equivoco y donde fue condenado a muerte tras ser descubierto. Pues bien, esto es una pequeña ficción sobre, precisamente "su muerte" bajo la declaración de muerte(redundancia!) por conspirar contra el Reino. Si algún dato que dije anteriormente es erróneo, notifíquenlo en los comentarios. Sobre la ficción, no fastidien mucho, ES una ficción.
Máscara de la película "V deVendetta"

Guy Fawkes. 

El plan, en teoría, era perfecto. Mi mente rodeaba incesante el hecho de mi fallo. Había colocado los explosivos bajo, donde se celebraría el parlamento en el que el Rey James moriría. Fue un descuido mío… un error gravísimo, que costará toda la revolución.
La madrugada era cansina, lánguida, llena de niebla. El frío casi hacía temblar a mi cuerpo. “Revisar que los explosivos estuvieran en su lugar.” Claro que deberían estar. ¿Cómo no? Claro que deberían estar. Y estuvieron. Estaban tan presentes como cuando los  coloqué yo mismo... Revisé raudo, salí raudo, sin ser visto; o eso creía. Justo al salir de la bodega fui acorralado.
Me resistí feroz como tigre, no obstante, me superaban en número. Parecían haberme estado esperando, observándome como cuervos carroñeros dejar la trampa a mi presa. Olieron la duda, olieron todo lo que no había en mí, porque lo vieron. Me vieron. Desde el primer momento rodeé la posibilidad de un espía. Fui casi paranoico, mi paranoia, al parecer era justificada, terriblemente. No había forma de que me hubieran encontrado por casualidad… Alguien.
Fui llevado hacia los Lord con la rabia impregnada en mi boca, el asco de haberme fallado a mí, a algo por lo que había luchado, algo que era por el bien de un fin común para nosotros, los cristianos. Me llevaron a la fuerza… dolió perder así, pero fui desafiante. Feroz.
Al interrogarme me expuse como John Johnson, un alias, incluso no dando mi nombre real, impuse mi lealtad a mi credo, a mi religión, a mis compañeros. Quería hacerlos volar por los cielos, porque eran escoria, toda esa panda de gente que iba tras de él, era el comienzo del dominio político de la Iglesia Católica. Lo expresé con fervor, di todo mi yo para expresar lo que sentía por ello. Por lo asqueroso que eran todos ellos, la misma escoria del Rey James no tuvo más remedio que admitir mi convicción romana.
El Rey James era tan cruel como sincero, no dudó en mandarme a torturar, no dudó ni un momento en su intento de hacerme confesar. Las torturas fueron duras, no las resistí y delaté mis amigos… Los grilletes no fueron gran cosa, el dolor no era tan intenso, pero el Potro… Tortura feroz, manifestación del Demonio mismo, insoportable Parca en forma de máquina. Mi orgullo, mi fervor hacia Dios, no disminuyó en ningún momento. Si había algo seguro es que Dios tenía planeado para nosotros en el Cielo. Si había algo seguro es que si nuestro complot no ocurría por nuestras manos, ocurriría siglos más tarde quizá, cuando Dios Todopoderoso lo considerara correcto. Era algo obvio, este era solo el inicio. Era la pólvora que haría ignición en algún momento en el futuro. Junto a mi orgullo implacable por mis convicciones, estaba ese escupitajo en las caras, figurado, que hacía al revelarle nuestros estropeados planes. Hacerlos rabiar con la idea de que pretendía hacerlos volar, era una venganza pueril, hasta estúpida.
Hubo un momento de flaqueo fatal. En ese momento no era yo, el Diablo recorría mis articulaciones, poseídas por el fatal Potro. Me destruía con la ligereza con la que matamos a un insecto. Revelé mi nombre…. Aquella noche dormí acurrucado como pude contra la pared, incómodo por los grilletes que me retenían. Tampoco resistí el siguiente día, y di el nombre de mis compañeros… Me hicieron firmar, con mis articulaciones lastimadas, con mi orgullo por los suelos, con mis sueños vueltos pesadillas. Mi firma no fue más que un garabato, los días de tortura habían hecho polvo mi cuerpo… No quería admitirlo, pero me sentía casi perdido, sin fe.
Nos trasladaron a la  Torre de Westminster Hall varios meses después, estábamos demacrados, perdidos en fuerza, humillados. Nuestra propia condena era una misma extensión de esa humillación… era un horrible castigo, una prueba casi tan difícil como la de Jesucristo.
                                                Confesión escrita de Guy Fawkes, firmada por él mismo.
De ahí esperé varios días hasta la ejecución. No rogué por sentir culpabilidad alguna, me sentía terriblemente abatido. Destrozado, pero no culpable, ¿de qué? ¿De servir a Dios?... Los últimos días, en este mismo momento, sufro al ver a mis hermanos morir. Sufro al pensar en subir al estrado y ver a todos esos canallas viéndonos con indignación, como si fuéramos pecadores. En este momento, a minutos antes de mi muerte. Ruego por perdón, aunque me destroce el alma, en estos momentos, solo quiero un entierro bajo el respeto de la tradición que sigo.
En este momento, bajo mis últimas energías, me forzaré a una muerte rápida, sin el sufrimiento posterior del castramiento  y la tortura que ello conlleva. En este momento, me despido del mundo con algo de rabia e indignación.
Hoy es 25 de enero, aunque ya casi se termina, y como muchas otras cosas, hoy se cumplen 123 años desde que Nellie Bly, reportera del New York World —diario de Joseph Pulitzer—, completara su vuelta al mundo en 72 días, rompiendo el récord de Phileas Fogg, personaje principal de una novela de Verne. Un viaje que causó una gran expectativa en su tiempo, pero que parece no ser tan recordado actualmente como la novela de Julio Verne. Pues bien, de la hazaña de esta mujer es que trata la ficción de hoy.



.+.+.+.+.+.+.Una vuelta al mundo.+.+.+.+.+.+.


Vivía en un lugar donde las cosas nunca pasan, o pasan demasiado lento, al punto de que nadie se da cuenta. Estaba acostumbrado a enterarse de las cosas por conversaciones entre adultos, que escuchaba accidentalmente de vez en cuando, como todo niño. Además de la escuela, claro, a la que asistía cada mañana. Allí los que menos parecían saber no eran los niños, sino las profesoras, que de lo único que sabían hablarles era de escribir y reconocer letras y números de memoria, esa extrañísima pero conveniente actividad humana: leer.
Después de la escuela se quedaba en casa de su abuela, quien solía contarle historias sobre lo grande y magnífico que sería el mundo: su amistad con Melanie Hoover, una chica inglesa que había venido a América a culminar sus estudios en Leyes; su encuentro casual con Marcus Delois, un periodista francés que alguna vez visitó el país quién sabe por qué; su fugaz amor con Leonardo Wright, un amante de la literatura europea, y sus anécdotas escritoriles; y muchas más historias que seguramente demoraríamos en enumerar. Ella también vivía de lo que le contaban sus visitas —amigos, sobrinos, nietos o ahijados que aparecían muy raras veces a la puerta de su casa—, le gustaba escuchar y recordar sus épocas de oro y plata, y también aquellas sin oro ni plata, pero igualmente agradables, o incluso mejores, pues dichos metales nunca dejaron de ser fríos. Tales eran las cosas que escuchaba él de su abuela. Frases que quedarían en su mente por siempre, y que marcarían el resto de su vida como un hombre de bien. “El mundo es grande, hijo”, solía recordar, y tenía unas ganas inmensas de conocerlo. Pero las cosas siempre pasaron bastante lento en el lugar en que viven él y su abuela, no pasaba nada interesante cerca. Solo tenía como fuente la accidental atención que a veces les prestaba a las conversaciones adultas sobre el mundo de allá afuera.
Lo único rápido en ese lugar era el tren. Pasaba y era como un portal hacia “el mundo”, una pieza que descomponía el equilibrio de su pequeño universo, presta a llevar a cualquiera hacia un sinfín de aventuras. Él lo había visto solo un par de veces, quedaba un poco lejos de su casa, pero lo escuchaba siempre, y se imaginaba viajando en él. Pero no sabía leer, y se tomaba eso como el más grande obstáculo para realizar un viaje por el mundo. ¿Cómo sabría dónde está si ni siquiera podía reconocer las letras que le presentaba la profesora? Ni él mismo lo sabía. Por eso asistía a la escuela.
Un día, de salida hacia la casa de la abuela, acompañado de sus padres, como siempre —porque éstos trabajaban por varias horas en el ayuntamiento—, escuchó decir a un hombre “¿viajará alrededor del mundo?”, seguido de risas. Conversaba éste con un par de amigos, uno de los cuales gritó luego, cuando él y sus padres ya habían avanzado lo suficiente, “¡una mujer!, eso hay que verlo”. Después de eso, volvió a escuchar la frase “vuelta al mundo” de personas que leían el periódico del día.
Jaló de la manga del saco de su padre, quien estaba a su izquierda.
— ¿Se le puede dar la vuelta al mundo? —preguntó.
— Sí, claro que sí. Escuché que una muchacha lo intentará. Parte mañana.
— Debe ser muy bonito hacer ese tipo de viajes, ¿no? —intervino su madre.
— Sí, y hasta peligroso. Imagínate toparte con lo desconocido. Espero que tenga suerte.
— Dios la guarde.
Escuchar la conversación de sus padres fue algo increíble. Él querría saber sobre esa mujer, incluso acompañarla, de ser posible. Viajar por el mundo… debía ser algo grande.
Llegado donde la abuela y habiéndose ido sus padres se lo reveló. “Abuelita, ¿sabes que una mujer le dará la vuelta al mundo?”. La anciana, consternada, pidió explicaciones, que el nietecito no tardó en otorgar, sin excluir en ningún momento alguna información, ni siquiera lo de los peligros a los que se exponía, y lo que había dicho su padre sobre que dicha reportera se hizo pasar por loca para escribir un artículo. Se había convertido en su heroína, una heroína que escribía, y él no sabía leer.
— ¿Quieres comprar el diario? —dijo la anciana un poco entusiasmada, y sacó algunos centavos de la cartera que guardaba en el bolsillo—. Toma —el niño no sabía qué hacer—.Ve a la tienda que hay en esta esquina y compra ese periódico —dijo, como adelantándose a la pregunta del niño, que hizo un gesto de asentimiento y salió corriendo hacia allá.
No sabía leer, así que pidió “el que tiene a la mujer que dará la vuelta al mundo”. El vendedor preguntó “¿Nellie Bly?”, y el niño lo miró extrañado. Hizo la transacción y regresó feliz, a compartir con su abuela la noticia.
¿Qué decía? Él solo veía la foto de Nellie Bly —ahora sabía cómo se llamaba—, su heroína viajera escritora, y distinguía entre letras grandes y pequeñas y algunos dibujos hechos en las páginas del diario. Su rostro lo dejó embelesado. Era muy bonita para haber estado loca, o eso pensaba él. Su ansiedad al llegar donde su abuela le hizo entregarle el diario, a fin de escuchar el veredicto final, las palabras leídas de su suave voz , acompañadas luego de alguna historia suya acerca del mundo. Ella recibió el papel, se colocó los anteojos y lo miró detenidamente por aproximadamente un minuto. Silencio. Eso era lo único que escuchaba. En eso, el lejano sonido del tren y su abuela sonriendo para devolverle el diario. El silencio se prolongó y comenzó a intrigar más al niño, así que puso los ojos en la noticia, a ver si como por arte de magia lograría entender lo que decían esas letras.
Nada.
¿Sería algo malo? Pero si nadie en la calle, ni su padre en el camino había hablado de alguna tragedia. ¿Serían los peligros de lo desconocido lo que la había dejado muda? No. Pronto se dio cuenta, cuando descubrió que su forma de mirar el diario era la misma que la de su abuela. No tenía nada que ver con la herencia. Los otros adultos leían distinto, es decir, leían, él solo ojeaba las letras y miraba las fotografías, y era probable que su abuela hiciera lo mismo, que tampoco supiera leer.
Esa tarde se la pasaron hablando de lo bella que era Nellie Bly —por iniciativa de la abuela para cortar el silencio—. Según ella, le recordaba un poco a Melanie Hoover, esa linda chica inglesa que alguna vez fue su amiga. También se preguntaron qué sería lo que llevaría para su gran viaje, un gran enigma que resolverían pronto con una fotografía en el diario.
Él disfrutaba de las conversaciones con su abuela, pero quería también ser capaz de leerle lo que decían los diarios. No saber leer empezaba a fastidiarlo, por eso comenzó a esforzarse más en la escuela. A intentar leer carteles y cosas, aunque muchas veces errara. Y ese esfuerzo lo llevó también pronto cada tarde a casa de la abuela, junto al diario, que ahora le era dado por su padre.
Llevaba el diario e intentaba leérselo. ¿Qué dice aquí?, se preguntaba de pronto entre su silabeo poco comprensible, pero sabía que su abuela no podía responderle. ¿Qué diría? ¿Dejaría las noticias sobre su heroína —y también la de su abuela— a la mitad? Imposible. Ella no merecía eso. Es así que cada día, preguntaba a su padre sobre la noticia, quien algunas veces añadía su opinión y algunas referencias incomprensibles para un niño, porque a la vez hablaba con su madre.
Fuera como fuere, se enteraba así, y con el testimonio de papá tenía suficiente para salvar el día cuando no supiera qué decir.
Nieto y abuela, se sentaban los dos a la mesa pequeña que había en el comedor, uno frente al otro, y él sostenía el diario cubriéndose el rostro, como un adulto, mirando de cuando en cuando hacia la derecha, hacia la izquierda o por encima del papel, a ver si ella lo escuchaba. Luego le enseñaba las fotos y conversaban. A veces, incluía incompletas o desfiguradas las referencias de su padre para sonar más interesante. La abuela sonreía, disfrutaba cada lectura de su nieto, aunque las sabía inventadas, por su cambio extraño entre el silabeo y la fluidez. Sospechaba también de las referencias, cosas comunes en el habla de su hijo, el padre del niño. Pero siempre lo alentaba “mira ve qué rápido estás aprendiendo a leer. Así no te quedas como la abuela”, a lo que le respondía “la abuela es buena, todos deberían ser buenos”, de alguna forma reclamándole su propio lugar, poniéndola por encima de lo que ella misma se creía. Tal vez ya fuera un poco tarde para ir a la escuela, pero nunca lo sería para aprender de un niño.
Pasaron los meses y el pequeño dejó de ocultarse detrás del diario, ahora lo ponía sobre la mesa, se subía a una silla y comenzaba a leer, sin inventarse nada. La anciana estaba encantadísima con su nieto. “Qué suerte que tengo un nieto inteligente que me lee el diario”, decía entre risas.
El mundo en verdad era muy grande. Ya habían pasado tres meses desde que Bly partió y ellos habían seguido cada uno de sus pasos. Pero todo tiene un límite.

NELLIE BLY VOLVIÓ A AMÉRICA

EN POCOS DÍAS NELLIE BLY HABRÍA ROTO EL RECORD DE FOGG

“¿Quién es Fogg?”, lo había leído ya muchas veces. Su padre le explicó que era el personaje de una novela. No tardó en contárselo a su abuela.

NELLIE BLY PARTE DE CHICAGO A NEW YORK


— Ese tren pasa por acá —musitó la anciana luego de escuchar la lectura. El semblante del niño se iluminó de felicidad.
— ¿Podemos ir? —preguntó entusiasmado.
— Podemos ir —asintió la abuela, sonriendo.
Al día siguiente, el número 71 del viaje de Nellie Bly, seguro que pasaría el tren, por la tarde. Justo en el momento ideal para ambos. Ya que era domingo, tuvo que comentárselo a sus padres, quienes también estaban algo emocionados por la hazaña. Así, salieron todos la tarde del domingo 25 de enero a esperar el tren de Bly.
Era impresionante la cantidad de gente que estaba allí solo por ver pasar el tren y saludar rápidamente a la reportera. El niño se encontraba encantado, sentía que compartía algo con el mundo, y que por primera vez en su vida, algo estaba pasando en su pequeña ciudad. Nellie Bly, la hermosa heroína con la que había aprendido a leer, pero también su abuela, su cómplice en sus aventuras por el mundo, para quien él consideraba esto alguna especie de regalo. La anciana se había convertido en una gran fanática de Bly, tanto que hacía bromas con eso. “Tan rápido como el viaje de Nellie Bly”, decía sobre su nieto al escucharlo leer.
De pronto, ahí estaba el tren. No lo veían aún, pero lo escuchaban a lo lejos, y sabían que venía muy rápido. Unos niños se acercaron a los rieles para escuchar, y se retiraron de inmediato al ser reprendidos por un hombre bien vestido: “Es peligroso, no se acerquen tanto”. Y vaya que lo era. Cuando por fin fue visible, en los ojos de todos había expectativa, pero principalmente en los del niño y su abuela, fanáticos auténticos de la heroína. El sonido se hizo más fuerte y ensordeció a todos, nada más era audible, pero no importaba, para nada. Los gritos comenzaron pronto. “¡Viva Nellie Bly!, ¡Viva!”. Algunos sacaban sus pañuelos y los hacían ondear con el aire, a modo de saludo. Otros solo levantaban las manos y gritaban. Así hacían la abuela y su nieto, movían los brazos y gritaban con mucha fuerza, para que su voz fuera la más escuchada, mientras se mantenían muy atentos, muy abiertos los ojos. Y ahí estaba la señorita Nellie Bly, saludando con un pañuelo, y con una sonrisa que alcanzó para todos, y que llenó de alegría los ojos de la abuela.
El niño gritaba con los demás, y siguió gritando hasta un poco después de que el tren se hubiera alejado. Gritaba, jubiloso, y celebraba con su abuela. Ese era ya casi el final del viaje, pero seguro que el mundo era aún más grande.
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Carrie es la primera novela publicada por Stephen King, y al mismo tiempo la que lo ayudaría a ganar su fama como uno de los mejores escritores de terror de nuestros tiempos. Esto a pesar de que al principio haya querido tirarla a la basura. Su esposa tendría que recoger sus primeras hojas y animarlo a continuar escribiéndola. Y aún así, el propio King la ha considerado como una obra de un joven escritor, de sus inicios.
Carrie es la historia de una jovencita de dieciséis años que es el hazmerreír de los chicos en su escuela, es completamente lo opuesto a lo “popular” y tratada con desprecio al punto de ser víctima de una gran cantidad de burlas. Al mismo tiempo, sufre en casa desde pequeña por el fanatismo religioso enfermizo de su madre, que ha llegado a influenciarla en parte, a pesar de que tiene intenciones de socializar con los demás, aunque “sea pecado” ser amiga de quienes están “destinados al fuego del infierno”. Sin embargo, Carrie ha comenzado a percibir una habilidad extraña en sí misma. Telequinesis.
Todo comenzará cuando, luego de haber sido blanco de la burla de sus compañeras por haber comenzado a menstruar mientras se duchaba y pensar que empezaba a desangrarse, Susan Snell, arrepentida por haber formado parte del abuso, decide repararle el daño a Carrie. Para ello, convencerá a su novio de invitarla al baile de fin de curso en vez de a ella. Al mismo tiempo, el incidente en el baño de chicas ajusticiará a un grupo de “populares” mediante una suspensión. Una de ellas querrá tomar venganza.
El libro está dividido en tres partes, que separan los hechos antes, durante y después de la noche del baile. King se vale de recursos como citas textuales y documentos para darle un mayor toque de realismo a la historia. Así, dependiendo del tema de la cita, pasa de un escenario a otro para contar todas las historias que necesiten ser contadas desde distintas perspectivas.
¿Qué más? Ha sido un gusto leerla, la lectura atrapa desde las primeras líneas, y te mantiene con atención durante todo el libro sin siquiera cansarte. Una buena opción para pasar un fin de semana sin darte cuenta.
Madrugada del 7 de enero de 1839.
“Mañana será el día”, pensaba. Algunas patatas frías seguían sobre la mesa, nadie las quiso coger. Esta tarde vinieron unos amigos a cenar conmigo por mi onomástico, se fueron temprano porque mañana hay que trabajar y no hay quien quiera hacer las cosas que hacemos. Limpio la casa, no me gusta ver todo sucio antes de irme a trabajar.
«El campo, las cosas que crecen sobre él no se producen solas». He oído eso, no recuerdo de quién. «Nada cae del cielo», siempre me lo repiten los amigos. Me gusta ver hacia arriba mientras descanso bajo un árbol, cerca al campo de cultivo.
La noche estaba a la mitad y ya todo en casa parecía en orden. Quise dormir pero el viento no me dejaba. La casa era pequeña y se podía sentir correr el aire fuertemente sobre ella. La noche era clara, el cielo iluminado no dejaba sentir la oscuridad azotar aquel espacio. Fuera de mi hogar no había otro, mi vecino más próximo estaba demasiado lejos como para notar que no estaba loco y veía las nubes del cielo moverse rápidamente a través de mi ventana.
Rápido, rápido y más rápido se movían las cosas fuera. Dentro todo era frío, la soledad de aquel momento impactaba en las paredes de mi breve hogar y se paseaba por mi puerta, la mesa y bajo la cama: lugar en el que me ocultaba. Solo oía los golpes sobre el techo, golpes secos, y a los árboles cuyas ramas eran sacudidas fuertemente, como cuando un río se sale de su cauce y golpea todo a su paso. Los golpes seguían y yo cubría mis oídos para no oír lo que oía, la tormentosa soledad. Cerré los ojos para no verme ahí, oculto.
El viento sopló y sopló y parte de la casa cayó. Algo golpeó la cama y parte de ella cayó sobre mí, todo se hizo noche sobre lo que quedaba de mi casa. Seguía bajo de la cama pero inconsciente, noté eso en la mañana.
Al despertar salí de aquel lugar y vi todo desolado, mi casa ya no era casa. Así que caminé en busca de algo de vida: los árboles carecían de muchas de sus hojas, los campos de cultivo eran pobres y pocas personas alrededor del camino. Marché hacia Dublín en busca de algo más.
Al llegar ahí todo se hizo más confuso, nada estaba en su lugar, las personas tendidas sobre el camino hacia la ciudad, sobre los matorrales, sobre algunas callejuelas adornaban macabramente el paisaje. Mis amigos, aquellos que estuvieron conmigo un día antes, no fueron vistos nuevamente. El viento se llevó mucho, dejó poco y la miseria que vivía en nuestras vidas continuó. Este fue solo un pequeño maleficio, la calma antes de la tormenta de hambre que nos invadiría unos años después.
Debí reseñar muchas novelas hasta ahora. A sangre fría, El evangelio según Jesucristo, Ensayo sobre la ceguera, Ensayo sobre la lucidez, Hiroshima, Crónica de una muerte anunciada, y tal vez otras más. Pero no lo hice. Tal vez fuera mi desgano si no mi intención inmediata de comenzar una nueva lectura. En cualquier caso, ésta sería mi primera reseña por aquí. ¿De qué novela será? Nada más y nada menos que de La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa.
La novela está narrada en dos tiempos. Por un lado, tenemos al régimen dictatorial de Rafael Trujillo en crisis,  prontamente fulminado por una conspiración; por el otro, a Urania, una mujer que regresa a su ciudad natal después de mucho tiempo a ver a su padre, hacia el que guarda un profundo rencor. Las historias se alternan sin llegar a complicarse, dotadas de una gran fluidez, en cada capítulo. Así, poco a poco se irán revelando las conexiones que existen entre ellas, empezando por Agustín Cabral, padre de Urania y servidor de Trujillo durante su régimen.
Pero no es solo eso. Qué va, hay muchísimo más. Vargas Llosa retrata a cada uno de sus personajes. Sin importar quién fuera, no es solo un nombre, tiene también una vida. Urania y su rencor, y un retorno que ni ella misma comprende; Agustín Cabral, un hombre inmóvil ahora, pero antes uno de los más fieles y perspicaces trujillistas, el régimen lo trataría mal, y la caída… entonces, ¿por qué había terminado abandonado?; los conspiradores, su elevada ansiedad por terminar de una vez por todas con su plan y su odio interminable hacia el Chivo; Balaguer, el Presidente (“fantoche”) de la República, un hombre de letras, pero al mismo tiempo un mero títere de Trujillo; Johnny Abbes García, el malvado, el inhumano, tanto o más que el hijo del Chivo, pero fiel al fin y al cabo, una buena pieza en el tablero; Rafael Trujillo, el Chivo, el odiado y aclamado dictador de la República Dominicana, el endiosado y respetado, pero un hombre al fin y al cabo, con líos familiares y un problema prostático que le auguraba su pronta caída.
Una historia que se contará desde muchos de esos personajes, pero que nunca se tornará repetitiva, y un narrador que dialoga con cada uno de ellos, que los celebra o cuestiona como juez moral, y que a la vez anuncia que la fiesta se acaba. Pero, seré sincero, la variedad de personajes, la forma en que se relacionan y su independencia, además de la gran calidad de la narración, dan para empezar una fiesta, tal vez no una de gala o de alegrías varias, pero una fiesta al fin y al cabo.