Perú logró un agónico empate, con un golazo, eso sí, de Paolo Guerrero, ante Colombia hace unos minutos en Lima. Y la algarabía no podía ser mayor. ¡Alcanzamos un cupo para ¿el mundial?! No, claro que no. Sino para el repechaje, ¡a un paso del mundial! Y el mérito ¿todo nuestro? Pues, no. Y no. Y no. Y no me cansaré de decir no.

Gracias, Venezuela, no te olvidaremos. (?)
Este partido me ha vuelto a la realidad... Perú jugó a la de siempre y ahora celebramos gracias a que los amigos hicieron lo suyo... Gracias a Brasil y sus tres pepas a Chile, al gol de Venezuela ante Paraguay. Pero, ¿nosotros? Nosotros no somos los protagonistas. Somos la contingencia de las circunstancias. El concho de los demás partidos. No hicimos nada. A Colombia le alcanzaba con el empate, por eso jugaron con cautela y cuando James metió aquel gol de oro, cuidaban la pelota. A Perú no. Perú necesitaba ganar. O, en el peor de los casos empatar si, y solo si, se daban algunos resultados que se dieron. Y, como se dieron, ¿no vieron cómo se pasaban la pelota al final? Era un triunfo, pues, ¡iríamos a repechaje!
No quiero ser antipatriota ahora que podemos ir al mundial, pero, ¿quizá no sea mejor enfrentar la realidad: ¿para qué iremos al mundial?

Gracias, papá.
¿Qué hubiera pasado si este o aquel perdía o empataba o ganaba...? ¿Celebraríamos algo? Espera... ¿por qué estamos celebrando? ¿Celebramos la medianía? Nos falta mucho por construir como equipo y como país. A ¿seguir celebrando? la contingencia. Ojalá le ganemos a Nueva Zelanda. Ahora la pelota sí está en nuestra cancha.


PD: No creas que no hemos olvidado de ti, Alberto.


Usualmente no posteo nada antes de cada post, como sí lo hace Zack, pero el caso así lo requiere.
Este post nació de las disquisencias que tenía con una colega amiga mía. Ella se quejaba de lo que (mal)llamaba su "ignorancia" así que le escribí esto en respuesta, sin embargo, no me decidía si publicarlo o no, y eso que, me permito esta confesión, Zack lee, si no todos, la mayoría de mis textos antes de decidirme a publicarlos o no. Él los lee no solo porque es amable y puede soportar el aburrimiento muy bien, sino porque es a él quien le mando los works in progress que comienzo en mi móvil y que termino (de pulir) en mi laptop (ahora inexistente).
Ahora, sin embargo, me veo en la necesidad de publicar este post a modo más bien de reflexión que de mención: a propósito del caso de discriminación que sufrieron una niñas por posar con Gastón en la FIL de este año, que Diana Rivas primero, y una web amiga después, reseñaron de manera cabal.
He aquí la captura:
Las frases discriminatorias hacia la pose de las niñas no se hicieron esperar.
Es por eso, pues, me pregunto:

¿Cómo se mide la ignorancia?  

¿Cómo se mide el tamaño de la ignorancia? ¿Se mide acaso por cuántos libros uno deja de leer mensualmente? ¿O acaso si no sabemos esta o aquella palabra rebuscada, gongorismo innecesario, vulgar recóndito? No. Creo que la cosa no va por el conocimiento artificial que se tenga del mundo. ¿Acaso no está discutido que la cultura, eso que llamamos arte o literatura, no es sino una extensión protética del hombre, artificio, vamos? Claro. ¿Es acaso la inteligencia que se tiene entonces una mera quimera? Así, repito, ¿cómo se mide la ignorancia? Ah, se mide entonces por el conocimiento del mundo, ese que enunciaba Schopenhauer: la sensibilidad, es decir la facultad de registrar intuiciones mediante mis sentidos, estos no me engañan, pero tampoco son del todo fiables, ay paradoja inútil. ¿Entonces puedo medir la ignorancia mediante experiencia que se tiene, o no, del mundo?  ¿Mediante su sensibilidad? Schopenhauer diría que falta algo para hacerlo completamente. A saber: el entendimiento. Organizar los datos caóticos que percibimos, una suerte de conceptualización de las sensaciones para que estas adquieran sentido. Y aquí viene mi aporte: yo llamo esta dualidad sentido común.
Hablo, en suma, de nuestro sentido común. Aquel que nos dice qué hacer ante determinadas situaciones, verbigracia, cuando estamos ante un asalto y acabamos de cobrar un cheque por, say, 3000 soles, bueno, pues, joven asaltante, llévese todo, no opongo resistencia: ¿no quiere la clave de la de débito también? Claro, cómo no es tal. Y uno prosigue con su vida. Sentido común. Ah, pero hay algunos, los pocos, eso sí; que no, que, zas, que cómo me vas a robar, que son mis ahorros, mis pagos, mi fono, y zas, quemado.  ¿Cómo se mide la ignorancia?  


Después de estar algunos años escondida tímidamente entre mis libros y películas, un impulso desconocido me llevó a rescatar Sangama, una novela escrita por Arturo D. Hernández a la que mi abuelo ha hecho referencia toda vez que tiene oportunidad de comentar los años que trabajó en la selva peruana; según sus palabras, retrata bastante bien ese universo que siempre me pareció lejano. Pero una vez que tuve el libro en las manos me di cuenta de algo curioso: no tenía idea de qué trataba. Leí la contracara y nada. La mayor reseña que se hace de Sangama allí (y en Wikipedia) tiene que ver con su descripción de la selva y la acogida que tuvo el libro (en Perú y luego en Europa) desde su publicación en 1942 hasta aproximadamente los años 90. Pero sobre la historia que cuenta, nada. Así que, como eso es lo que le hace falta y muy poca gente parece conocer esta novela, decidí que merecía la pena dedicarle una reseña aquí en el blog. Ahí vamos.



Sangama empieza contándonos la llegada de Abel Barcas a Santa Inés con la visión de emprender una exploración comercial. Para esto, está decidido a servir al gobernador Portunduaga, quien ha impuesto su voluntad en la región a través del miedo. En su trayecto, acechado por el peligro, es salvado por Sangama, un chamán con fama de brujo en Santa Inés. Este encuentro, y la afinidad entre ambos personajes, involucrará a Abel en una expedición mística al corazón de la selva, en la búsqueda de un ídolo de oro oculto por los últimos Incas que guarda el secreto para el retorno del imperio.

A nivel general, puedo percibir tres momentos importantes en esta novela que podríamos entender como arcos narrativos. El primero, que abarca casi la tercera parte del libro, está relacionado con la caída del gobernador Portunduaga, que facilitará los planes para la expedición. El segundo momento, y el más extenso, es el del viaje propiamente dicho, con Sangama a la cabeza. La tercera parte tiene que ver con un pequeño incidente posterior al viaje, que enemista a Abel con los López, una importante familia del pueblo.

El personaje más memorable de la novela es, por supuesto, Sangama, un hombre que ha dedicado su vida a desentrañar los misterios de la selva guiado por la esperanza de sus ancestros. Su aura mística, sin embargo, no hace de él un tipo susceptible a las historias de fantasmas y apariciones que abundan en la selva, sino más bien alguien capaz de encontrarle explicación a lo inexplicable.

Además de este personaje, una de las partes que más me gustaron de la novela fue la historia de Tula, la mujer del gobernador. La resumo a continuación: luego de enamorarse del padre Gaspar y escapar con él por la furia de Portunduaga, sus caminos se separan y empieza a navegar por el Ucayali con unos aborígenes, buscando noticias del cura. En su búsqueda se topa con unos traficantes de esclavos que acababan de acometer un pueblo. Tula, impactada por la escena, decide negociar la libertad de algunos niños a cambio del costoso anillo que le obsequió alguna vez el gobernador. Tras un breve enfrentamiento con ellos, envía a sus acompañantes en busca de ayuda mientras ella espera con los niños. La historia dice que no la volvieron a ver: «Tula había sido tragada por la selva».

Creo que, en general, el tema principal de la novela es el de la búsqueda definitiva que hace Sangama hacia sí mismo, un viaje a lo profundo de su existencia por el camino de sus ancestros. Valdrá entonces para el chamán preguntarse: si esa razón que busca yace enterrada tan hondo en el pasado, ¿hace falta arriesgarlo todo, sumergirse en el pantano más oscuro y extirparla?, ¿se alzará gloriosa o fenecerá ahogada?

No puedo evitar recomendar esta novela porque ha sido una de las cosas más interesantes con las que me he topado en lo que va de este año. Y si les gustan las historias de aventuras, en Sangama tienen algo de eso, además de que conocerán un poco más sobre la Amazonía peruana. Les aseguro que no decepciona. Ahora, el problema es encontrar un ejemplar. Buena suerte.

Y para cerrar, un breve fragmento del primer capítulo:
El viajero que inició la conversación se aproximó cauteloso y me dijo:
—Oiga usted. Yo no sé dónde he nacido.
—¡Cómo! —repuse asombrado—. ¿Es posible lo que usted afirma?
—Es que tengo mis dudas. Verá usted. Yo nací hace veinticinco años, en la margen oriental de este río. Desde entonces, las aguas no cesan de “comer” por el lado opuesto, de modo que el lugar a que me refiero ha ido quedando atrás kilómetros y kilómetros.
Hace poco realicé una publicación en la página de Facebook en la que solicitaba tres condiciones para escribir una historia y salir del estado de inactividad que parece haber inundado este blog. Las condiciones que recibí fueron las siguientes:

  1. El protagonista tiene la capacidad de leer la mente de su interlocutor siempre y cuando este sea virgen
  2. Un hombre se enamora de una fémina extraterrestre.
  3. Un otaku que quería ser presidente.

Como se puede ver, son condiciones que se complican un poco al juntarlas (gracias, amigos, en serio), pero ya que se trataba de un reto y había asumido que algo así pasaría, confié un poco en mi cabeza y la azarosa inspiración (ja...). Lo que resultó de esta extraña mezcla fue un relato de ciencia-ficción, ya verán de qué se trata. Espero haber cumplido las condiciones, yo creo que sí. Ahí va.

.+.+.+.+.+.+. Scientitia.+.+.+.+.+.+.

El hombre de bata ingresó al área de iniciales sin detectar la más mínima indiscreción en el pensamiento de alguno de ellos. El mayor llevaba poco menos de dos meses en ese lugar. Si pasa más tiempo, tendrá que ingeniárselas para hacerlo avanzar: ¿una entrevista o un paso forzado al área dos? Ya decidirá luego. Mientras tanto, lo deja entretenido con su máquina musical. No debería preocuparse por un pequeño de trece años. Sabe, además, que le gusta Marion y que pasará poco tiempo para que empiece a notar sus pequeños pechos y sus ligeramente abultadas caderas como una epifanía del deseo. En ese momento podrá retirarla también a ella, a quien ha retenido en el área con el único propósito de provocar el avance del inocente de Glen. Marion, a diferencia de él, lleva un par de semanas tocándose cada noche, aunque lo oculta de sus compañeros. Esta pequeña historia entusiasma un poco al hombre de bata, quien espera hacer el cambio de área de ambos en la siguiente semana.

Camina acompasado por su área favorita, disfruta saber que casi ninguno de ellos sospecha en lo más mínimo que es capaz de hurgar en sus cabezas con tan solo mirarlos. Pero debe pasar a inspeccionar el área número cuatro, donde lo espera la parte más espantosa de su trabajo.

No es para nada normal permanecer en la granja más de cinco años, por eso está determinado que cualquiera que exceda el límite de edad en cada área sea forzado a pasar a la siguiente después de una entrevista. Él, junto a otros cien, toma estas importantes decisiones en cuatro de las cinco áreas de la granja. La quinta está reservada para la observación de los iniciados y su respectiva liberación a la sociedad. Cuando alguno de los sujetos a su cargo en cualquiera de las áreas tiene su primer encuentro sexual, el sistema los retira de manera casi inmediata a esta área. No hace falta evaluación alguna. La cuatro, por su lado, es la menos numerosa; considerada el área residual de la granja, sus huéspedes pasan mucho tiempo en ella, y generalmente sus salidas se asocian con eventos que la mayoría de ellos preferiría olvidar.

Así, al ingresar a la cápsula subterránea para llegar al área cuatro, el hombre de bata respira hondo, preparándose para la serie de pesadillas que está a punto de ver sin ninguna posibilidad de censura. En su viaje de cinco minutos, enciende la pantalla en su muñeca para atender las notificaciones de afuera. El ruido de las elecciones planetarias y el nombre de uno de sus sujetos de observación de hace poco más de cinco años lo hacen reconsiderar su negativa idea sobre el área residual: hay excepciones. Llegado a la cuatro con dieciocho años y ningún logro más allá de su anticuada afición al mundo de las historietas del siglo veinte, sorprendió a la granja saliendo tan solo un año después, completamente inspirado por un personaje poco importante de alguna de estas ficciones. Con él salió también la mujer más antigua del área residual, alguien en quien todos habían perdido la esperanza y que ahora lo acompañaba en su campaña a la presidencia de la Tierra, llegando a ser también, por su propio mérito, una ingeniera social respetadísima allá donde fuera, principalmente si visitaba alguna granja humana, donde siempre se la recibía con gran entusiasmo. Además de este caso, pensó, el área cuatro es mucho más segura que hace quince años.

Apagó la pantalla al percatarse de que se encontraba cerca de su destino. La puerta de la cápsula se abrió y dejó ingresar un torrente de pensamientos pesimistas y contradictorios. Una mano se le posó en el hombro sin que pudiera preverlo. La mente que no podía leer le pertenecía a Frieda, una de sus compañeras de trabajo. Luego de estar tanto tiempo entre pensamientos abiertos, la presencia de un ser humano salido de la granja, y por tanto ganador de su propia libertad y privacidad, era una muralla amenazante. «Te esperan en el 3C», le oyó decir.
Entre tantos otros con bata, el hombre de bata era un engranaje más, su paso acompasado reverberaba los pasos acompasados de los demás en ese edificio, que sería un espacio de absoluta calma sin ellos; y cualquier disonancia, por pequeña que fuese, con seguridad se debía a la presencia de algún observado.

Al llegar a la sala 3C un escalofrío recorrió su cuerpo. El lugar, completamente hermético, albergaba a una mujer mayor de treinta años cuyo rostro se parecía al de las mujeres que suele ver en el área residual. Su mente era confusa, difícil de leer por tan ruidosa.

«¿Vas a sentarte?». El hombre de bata procedió a hacerlo, no le quitaba la mirada de encima, intentando descifrar una sola cosa de la memoria de su acompañante. «¿Por qué...?», estuvo a punto de preguntar, pero la respuesta llegó antes: «Porque ya era hora». Revisa en su bata y extrae un prisma de memoria, que coloca sobre la mesa, de la que con un par de movimientos de manos invoca una pantalla holográfica. «Entonces eres de Marte», dice y la mira brevemente. La mujer no se inmuta. Incomodidad. En su mente, confirma esta información. «Y tu última vez aquí fue hace quince años...», una vez más la mirada, el semblante inmutable y mayor incomodidad. Avista recuerdos de hace quince años. El sistema era otro, rompieron la seguridad y escaparon juntos. El miedo los hizo enrumbar en distintas direcciones con la única promesa de buscarse. «¿Entonces era hora de volver?, ¿quince años después de ese fracaso?». Mirada e incomodidad. «No tenemos un protocolo para estos casos, pero volverás al área cuatro a menos que se confirme un encuentro sexual en tu memoria». Las evocaciones en la mente de la mujer se resumen en manos y miradas, la sensación de un beso al interior de una nave robada, saliendo de la atmósfera terrestre. Unas manos desconocidas sobre su cuerpo y una huida, muchos años después. No hubo contacto sexual, no califica para el área cinco. Es una residual.

«¿Aún lo conservas?», dice por fin la mujer, investigando su rostro desde su lugar, «un hombre con bata... debes habértelo quitado hace mucho. Yo lo conservo aún, supongo que no hace falta que lo diga». El hombre se toca la sien izquierda, siente una cicatriz detrás de sus patillas. Parpadea cinco, diez veces, con fuerza. La cirugía tomó diez minutos, como todas las demás. En un salón como el 3C, con un bisturí y una máquina que conecta los nervios. Tres pequeños puntos industriales, perfectos. «No es esa la cicatriz que buscas», lee en la mente de la mujer, sino una más simple. Otra habitación, más amplia, con cientos de niños temerosos, algunos lloran. La operación es rápida, dura unos segundos, un minuto considerando la preparación. Una pistola en la nuca y listo. Salían dormidos. Horas más tarde se encontraban en el área uno. Hay dos formas de liberarse: la normal y más segura, la cirugía de precisión del área cinco; la otra forma es la radiación electromagnética, capaz de inutilizar estos microdispositivos para siempre con un alto riesgo de muerte cerebral. La cirugía de extirpación deja también tres puntos. En una nave de carga de contrabando, con anestesia pobremente administrada, un médico sin licencia le habla para confirmar que no ha muerto. Al verlo parpadear, le indica que es necesario realizar una falsa cirugía. Su nuca tiene estos tres puntos. «Lo conservo...», parece recordar, «pero no sirve».

«¿Estuviste aquí todo este tiempo?», le pregunta, apenada. «No, al principio te busqué, pero era peligroso y decidí camuflarme». Ella se alegra de que esté vivo, él lo sabe. También sabe que lo buscó, y mucho, y que su búsqueda tardó quince años en consumarse. Vuelve los ojos a la pantalla. «Entonces ya es hora», suspira, quitándose la condición de hombre de bata.

.+.+.+.+.+.+.+.+.+.+.+.+.
Parece que no ha habido demasiada suerte con el tema de los retos, porque ha pasado mucho tiempo desde el último post. Por eso, este será quizá el último texto que se publique con esa etiqueta (o tal vez el último reto de textos, no sé). En este caso, las condiciones del reto eran: incluir un toro y un demonio al inicio de la historia, y que un personaje utilice una herramienta. A ver cómo va...


.+.+.+.+.+.+. Toro Rojo.+.+.+.+.+.+.

Los ancianos del pueblo se cuentan la historia de un toro rojo,  uno de sus ancestros que había convivido en paz con la gente. Era tres veces más grande que un toro normal y tenía una barba blanca que casi llegaba hasta el suelo. Su longevidad frente a los humanos se debía, según dicen, a que aún entonces, en lo profundo de las montañas, habitaba un demonio con la forma del agua, y que, cuando estaba enojado, se esparcía por todos lados provocando sequías y contaminando a las gentes y a los cultivos. Este demonio, pues, llevaba muchos siglos asediando este mundo y provocando desgracias. Por su parte, el toro rojo era dador de vida y  les devolvía la esperanza haciendo brotar una plantita de papa o de maíz en la tierra estéril.

Un día, un poblador llegó con la noticia de que habían encontrado al toro herido. ¡Un ancestro herido, sangrando negro, como el color del demonio! Todos tuvieron miedo. «Qué va a pasar ahora», se preguntaban. Entonces el toro habló y mandó a llamar al hombre más joven del pueblo. Le trajeron a uno que acababa de casarse y a otro que había hecho su primera caza hacía no mucho, pero el ancestro dijo «No», quería que le traigan al más joven de todos, al más pequeño, un niño de poco más de tres años. ¡Qué iba a hacer con el niño! Cuando lo vio por fin cerca, el toro se sacudió y comenzó a toser fuerte, luego abrió la boca y en su lengua había una piedra verde que brillaba. «Hagan de ella una punta de lanza», dijo, «solo un inocente puede enfrentarse al demonio, envíenlo cuando haya cumplido los cinco. Ese tiempo tardará el demonio en volver y solo él será capaz de ver su corazón y atravesarlo de una vez y para siempre».

Así, pasaron dos años tras la muerte del último ancestro. Estaba hecha la lanza y el pequeño se había entregado a su destino con tal compromiso que, según los antiguos, empezó a hablar como un hombre, pero era imposible encontrar en él alguno de sus vicios.

La tarde que se adentró en las montañas, la gente lloraba por temor a perder la última de sus esperanzas. Prendieron una fogata y le rezaron al espíritu del dios toro mientras lo veían alejarse. Según dicen, los rezos continuaron por varios días y varias noches. La única que abandonó la vigilia fue su madre, quien dejó el pueblo al día siguiente, sin avisarle a nadie.

Allá en lo profundo de las montañas, cerca de un pantano, el niño rezaba en silencio. Esperaba por días la llegada del demonio sin forma y capturar la imagen de su corazón en sus ojos, los únicos que serían capaces de verlo. Entonces sintió algo húmedo alrededor de su cuerpo. Su madre acababa de encontrarlo y había saltado hacia él, interrumpiendo su rezo. «No puede ser», murmuró muchas veces al iluminarla con la luz de su lanza. Los brazos de su madre daban signos de enfermedad, sus venas habían empezado a teñirse de un color oscuro.

El demonio debía estar cerca. Se soltó de su madre y comenzó a amenazar a ciegas con la lanza, pero todo fue silencio hasta que escuchó el grito de su madre. Lloraba aterrada ante su figura; no solo la había alcanzado la enfermedad, había condenado también a su hijo al abrazarlo. El niño sintió un dolor intenso en la espalda y pronto también en el pecho, estaba siendo debilitado por el demonio. Se acercó al pantano, esperando encontrarlo allí, escondido, pero solo vio su propio reflejo, enfermo, envejecido, y un vacío que crecía en su pecho, listo para adueñarse por completo de su cuerpo. Solo entonces comprendió la muerte del ancestro. Les había indicado cómo enfrentar al demonio, mas no mencionó nunca la forma que tendría esa batalla. Tan decidido como se había vuelto, utilizó todas sus fuerzas para atravesarse el pecho, pero su madre lo abrazó por la espalda en el último instante, quedando petrificados por la eternidad.

Dicen que allí donde murieron empezó a crecer un musgo muy verde que tiene la capacidad de curar cualquier mal. Por eso todos los años, en la época de cosechas, el pueblo enciende una fogata y va rezar a la montaña, agradeciendo los nuevos tiempos de abundancia.
.+.+.+.+.+.+.+.+.+.+.+.+.
Continúo el primer reto descrito por Zack anteriormente. Con Uds. Runa.


Runa

Sin productividad no hay comida. Sin excedentes, se lo repetía Runa, no podríamos... Calló. Asentía. Miraba la tierra. Hiciera lo que hiciera esta era yerma, jamás pegarían como Runa le decía. Ni haciéndolo como su padre. ¿Por qué?, ¿por qué?, ¿por qué? Se preguntaba inútilmente. Runa. No podía entender cómo la parcela de los demás sí pegaba y la de él no. ¿Estaba haciendo algo mal? No. Seguía los procedimientos cuidadosamente, metódicamente, pero nada. ¿Era el dios aquel que se yergue con los báculos el culpable? ¿Aquel ser felínico, horrososo y fantasmagórico el que se empeñaba en neutralizarlo? No, imposible. ¿Había visto el ritual? Sí, claro. Muchas veces. Había coreado, recitado, entonado cada verso, cada parábola, cada estrofa rítmicamente, simétricamente, cadentemente. Siguiendo a Runa. ¿Había sentido el poder? Eso era lo que más le preocupaba, pues, si bien había visto las escenas y había escuchado al dios felínico, su experiencia se resumía solo a eso. Nunca pudo sentirlo. Pero para él le estaba vetado. ¿Qué diría su madre? Fracaso... Luego venían otras prguntas, ¿por qué aquellos roles marcados? ¿Por qué Runa tenía que mandar? ¿Acaso él no podía escuchar lo mismo que su amigo? ¿No habían crecido juntos acaso? Los roles, los malditos roles, le repetía su madre.

¿Tendrá la culpa el movimiento? Dicen que un templo del felínico se destruyó sin piedad. Mató a todos los cultores que se encontraban dentro y a algunos iniciados. «No pudo ser prevenido porque en las visiones jamás lo mencionaron. Los dioses se están moviendo.» «Los productos no fueron los suficientes y el dios me ha hablado: él necesita más. Más.» ¿Desde entonces las predicciones de Runa ya no eran tan acertadas? Al menos a mí no me funcionaban…
La especialización era fundamental y como mis abuelos, yo había decidido trabajar la tierra. Lo mío eran plantas, sus semillas y cómo podía aprovecharlas al máximo. Runa, en cambio, decidió separarse de la tradición familiar. Él se hizo cultor del dios felínico, cuyos cabellos no crecían en nuestras tierras sino en la frondosa vegetación gobernada por los otros. Quizá fue ese el origen de todo. «Ayúdame a encontrar los cabellos del dios.» Conocía a Runa y hacerlo no me costaría mucho: obtener las plantas del monte, cambiarlas acá… Asentí. El viaje duraba todo un ciclo lunar. Quizá a mi regreso mi parcela mejoraría y tierra se renovaría. Runa además así me lo aseguraba.
El viaje no estuvo exento de problemas. Vi cómo una llama de una familia se volvió loca y perdió todo el cargamento. Incluso la mía… Algunos huarpas que no tenían fe en nuestro dios intentaron matarme. Tuve que escaparme y dejar atrás algunas ofrendas para los extranjeros del monte. Quizá no debí salir de las cercanías del templo, lejos de la protección de Él. ¿Tendré que cazar yo mismo los escurridizos cabellos de nuestro Señor? ¿Hacerles frente a aquellas bestias no era tarea fácil y no tenía ya ni las ganas ni herramientas?

Tan solo conseguí cuatro cabellos de nuestro dios. Los aislé en una pequeña vasija hermética que unos conocidos de mi padre que vivían alejados del templo pero que aun profesaban el amor a nuestro dios me habían dado. No conseguí nada para cambiar ni alimentarme. Runa no me abandonaría.


Cuando fui a verlo en lo más profundo de nuestro templo, él estaba en trance pero esta vez era diferente. Él estaba botando cabellos de nuestro Dios, me escondí entre las intersecciones. Se ha pasado, se ha pasado, oí a los otros sacerdotes. El viaje, todo, había sido en vano.  
Hola, ¿qué tal?, esta sería oficialmente la primera entrada del año (shame on me), y venimos con algo un poco lúdico. Sucede que hace muy poco comenzamos a jugar entre nosotros con unos retos generados en Seventh Sanctum y nos animó bastante. El primero tenía las siguientes premisas:

- Un personaje está deprimido durante casi toda la trama. Además, un personaje tomará una decisión que le cambiará la vida.
- Un personaje se lamenta durante la historia. En la trama, un personaje estará envuelto en un accidente vehicular. La historia termina en una torre o edificio alto. La historia está ambientada en medio del invierno. Durante la historia, se hace una entrega.
- La trama está ambientada mil años en el pasado.

A partir de eso surgieron dos relatos. El mío va a continuación.

.+.+.+.+.+.+. El honor.+.+.+.+.+.+.

Sujeté bien el látigo, su fricción contra la piel de mis manos me hacía pensar que si pasaba un minuto más agitando terminaría desgarrado, quedarían mis huesos desnudos y vería flotar mi carne en dirección contraria, dejándome unas líneas de sangre muy finas en el rostro; mis huesos se desmantelarían y perdería el control del carro, cayendo mi cuerpo hacia un lado, presto para el último bocado de tierra de mi vida.

Ellos no se preocuparían por matarme tan pronto, podía morir desangrado o al golpearme con una piedra en el cráneo, eso no importa. Lo que les interesaba era lo que les había robado, eso era lo único importante y estaba dentro del carro, silenciosa a pesar de su miedo. Y silenciosa incluso después de que los míos se hicieran realidad: en vez de desgarrarme las manos, el carro tropezó y se dio vuelta. Salí disparado, pero me aferré al látigo, mala decisión, pues el caballo me cayó encima cuando estrellé boca abajo, muy cerca de una piedra que podría haberme matado. El carro se soltó y resbaló por el despeñadero, viniéndose abajo junto con mis esperanzas de verla con vida al final de tan tortuoso viaje.

Había fallado, y en la misión más importante de mi vida. No cabía duda que estaba muerta y que me condenarían a morir por mi fracaso. Del otro lado, nuestros perseguidores se iban victoriosos. Tal vez no se habían salido con la suya, pero en esta guerra nunca ha importado lo mucho que se gane, sino lo tanto que haya perdido el enemigo, y nosotros acabábamos de perder una pieza clave.
Algunas horas después de que se fueran, y con el caballo muerto sobre la espalda, decidí levantarme. Tendría rotas un par de costillas y, si no tenía cuidado al caminar, un dolor me hincaba los nervios hasta los pies. Lo primero que tenía que hacer era cerciorarme de su muerte, ver su cuerpo maltrecho allá abajo, pero nada se veía desde arriba aparte neblina. Debía bajar, costara lo que me costara, incluso si moría en el intento.

Me llevó dos días llegar abajo, los huesos me tronaban cada vez más debido al frío y mis manos desnudas parecían a punto de reventar de tanto sobarlas. El carro estaba allí, hecho pedazos al igual que el cuerpo de la princesa, cuyo rostro, no obstante, se había salvado del desastre y el profundo blanco que lo adornaba me hacía pensar, con culpa, que quizá nunca la había visto tan hermosa.
En efecto, estaba muerta. Pensé en llevarme el cuerpo, en cargarlo sobre mi espalda, pero al primer intento sentí que una de las costillas perforaba mi carne. Cayó, además, de sus prendas, una joya que nunca se había quitado, ahora la muerte la desprendía de su cuello y yo la transustanciaba en la princesa, en su cuerpo muerto y hermoso.

Le hice una tumba y emprendí el viaje, atesorando la joya y lo que me quedaba de vida. Uno nunca piensa realmente hasta que presiente el final, ninguna emoción es verdadera hasta ese momento. Me traicionaba el cuerpo, mi rostro tocó el frío suelo infinidad de veces, interrumpiendo mi camino, pero mi mente nunca se detuvo.

Siempre supe que era una mala idea servir de esta forma, que solo los hombres más tontos desperdician su vida por el progreso de una nación, que había algo más importante que había perdido de vista, pero no estaba seguro de qué. Si se trataba de amor, la única mujer que tuvo mi corazón fue la princesa, y ahí vamos de nuevo, un militar enamorado de su princesa, una historia conocida que siempre termina en tragedia. Un secuestro, una oportunidad para robar información, un meticuloso plan de rescate, y ambos terminan muertos para el pesar de la nación que los aguarda. Eso fue lo último que pensé con el rostro pegado a la tierra, sin saber si llegaría alguna vez a mi destino.
Cuando desperté, me encontraba en la torre. El emperador me miraba malhumorado desde su silla mientras unos soldados me sostenían dubitativos de ambos brazos, que para mi asombro no se quebraron a pesar del frío. Me soltaron en el instante en que levanté la cabeza, caí como un saco de tierra.

Todos allí suponían de mi fracaso, pero esperaban escucharme. Descubrí la joya de la princesa y el rostro del emperador se nubló. «No hay nada ya para mí más que esto, la prueba de que esta hermosa mujer existió y murió estando en mis manos», con gusto hubiera recibido a la muerte si me permitiera amarla en mi próxima vida. O quizás no, quizás estaba escrito en mi destino actuar de otro modo, traicionar al amor para luchar por el poder, entregar la información que había recogido en bien de la nación que nos esperaba con los brazos abiertos, y convertirme en héroe en honor a su memoria. Es un bien despreciable ese honor que todo lo trastoca, que reprime el flujo natural de la vida, que obliga a vivir o a morir en nombre de algo que nunca hemos visto. En «honor» a su memoria, nunca pensé en morir a su lado, sino en sobrevivirla para construir el mundo que me tocaba construir como soldado.

.+.+.+.+.+.+.+.+.+.+.+.+.

Pronto el siguiente relato, que viene de parte de Hao Sigismondi. Saludos.
Un relato corto... poema en prosa... o algo. Qué importa lo que sea... ¿o importa lo que sea? Tal vez te esté engañando para que no creas que importa pero importa. Todo para que ignores el elefante rosa que está en tu cuarto, a punto de matarte. (risa malévola)

La estulticia


Una mirada al cielo o una mirada desde el cielo, blanquecino, brillante, que lo abarca todo y que te oprime. El peso inexistente de su atmósfera, el jalón gravitacional que impide el vuelo y te limita a la tierra.  Observar al cielo era en cierto sentido aceptar a la nada y caer, como una gota de lluvia, a la tierra. Atravesarlo todo y chocar…

El silencio es reconfortante, pero escucho su voz…

Y mis ojos, cerrados, empiezan a captar el olor a lluvia, no la lluvia que nos azota… una fragancia que no terminaba de inundar al olfato. El sol, ególatra estrella, osada, no se escondía tras las nubes de la lluvia, acariciaba nuestras espaldas candorosamente…  y al suelo y a nuestros brazos, a nosotros que buscábamos el escape de la frialdad que nos invadía hasta el tuétano. La canora voz soltaba su melodía, invadía mis oídos pero nadie más parecía oírle.
Espectral, hermosa voz, que tomaba formas y engañábame pretendiendo ser no etérea y yo, esquivando, evitando lo tangible, la buscaba… ella que estaba tan solo por encima de nuestras espaldas desnudas, sudorosas, brillantes, rojas.

Animado por la voz, un escorpión volador planeaba distraídamente, esquivando, evitando, las torres de carne que lo arrinconaban a limitados espacios aéreos. Único, solo, el escorpión era ignorado, volador como era, desafiando al mundo ignorado, que lloraba, que azotaba con sol calcinante. Bailaba el escorpión al son de la melodía a la que yo perseguía y superponíase sobre el escorpión volador. Temible, aguijón que recordaba al dolor.

Quiero caer, pero no caigo, la fortitud de sus rodillas inspira a las mías,  y mis ojos solo ven, tras el cansancio, la desorientación, el hastío, sus espaldas, variadas, flageladas, sangrantes, límpidas… ¿quiénes son, seres sin cara?  Cuyos rostros no me atrevo a descubrir, yerro, yerro…

Desde el silencio que a veces se muestra, a los miles de escorpiones voladores, esquivos, que nos rodean, a los que intento alcanzar, asir, (¿qué no es etéreo? ¿lo es el dolor?) pero que se escapan de mis manos, como yo escapo del toque de mis iguales. Vuelan, estáticas, sustituyendo al silencio melodioso, a la voz canora que bailaba junto conmigo, que acompañaba también al silenció de ritmo perfecto y veleidosamente callado.
Melodía encontrada por el aguijón.

Melodía que lo sobrepasa y tranquiliza el vuelo. Yacen los escorpiones en el fango, transformándose en el barro que pisamos, atacando con sus aguijones, que nos hacen caer. Yo no caigo. Nos hacen car de rodillas. Me levanto  en donde todos se arrodillan, mas fallo y solo caigo, encima de sus espaldas , algunas sudorosas, algunas sangrantes, algunas imposiblemente secas…  y veo sus caras, con miradas perdidas desde hace largo tiempo que presuponen tiempos mejores y peores, civilizaciones implacables. Eterna rigidez consume sus expresiones, rigidez que asaltó siempre mi cara  y que ahora siento, incapaz de imitar la vivacidad de mis ojos. Estoy mudo, ¿desde hace cuanto la mudez me domina?

Gateo, sobreponiéndome al dolor, contradiciendo la rigidez. La lluvia quema las espaldas, donde el sol mismo las acaricia. El frio rige mis movimientos. Mis dedos ennegrecidos por el fango, mis manos hundidas por lo mismo, y ahora choco y tropiezo. Los escorpiones atacan,  los rígidos cuerpos impasibles, inamovibles se tropiezan con el mío… y, acusadoras son, sus miradas, largamente perdidas, largamente acusadoras.

Padezco y caigo, como la gente, que ya ni de rodillas se mantiene, y yo me arrastro, bajo la cadencia que impone la lluvia, que incrementa el tempo de sus gotas… no hay melodía que resista o si resiste se enmudece ante el fuerte retumbar. 

¿Quién quebró la estulticia que nos sostenía?

¿Quién dijo la palabra primera?